martes, 2 de mayo de 2006

Parte primera de un infierno decapitado.



Llegamos al castillo de Mombi con Tic-Toc, que estaba agotado de forcejear con aquél estúpido rodador, quien, más tarde, moriría arropado por las arenas del Desierto de la Muerte.

Me atrae ese lamento vibrante, de cuerdas sobre madera y viento. El canto paciente de la lira nos guía el camino hasta Mombi. Es medieval y mortuorio. Es terroríficamente alegre. Enervantemente tranquilo. Nos lleva. Se abren los portones de manera vertical, partiendo una forma de V.

Cientos de imágenes repetidas, con movimientos capicúos, nos vigilan atónitos. Son nuestras caras, las de vernos reflejados a través de cien paredes de espejo. La vista se me confunde en un mar de reflejos. Siento agobio y ganas de caer sobre mis rodillas... pero el quejido de la lira aún se oye, cada vez más fuerte. Y al fondo, ella: Con un atuendo digno de una reina del cosmos, con una capa metálica de puntiagudas lágrimas afiladas, como hojas de cuchilla que caen lánguidas, en un alarde de hipocresía, tratando de ocultar lo imposible, lo evidente. Mombi, no puedes engañarme. ¿Acaso no eres tú la malvada princesa que convirtió en piedra a los habitantes de la Cuidad Esmeralda? Si sólo eres una preciosa bailarina, con voz delicada que nos dice bostezando:

Edgar mi Vampiro, que se pone morado de dar alaridos...